

Secretos en la oscuridad
Ava Miller · En curso · 45.4k Palabras
Introducción
Alexander, marcado por la tragedia, ha erigido muros imposibles de escalar. Sin embargo, la llegada de Isabella despierta emociones que creía enterradas junto a su pasado. Ella es diferente, un desafío para sus secretos y un recordatorio de todo lo que ha perdido... y de lo que aún podría perder si ella descubre la verdad.
Entre encuentros llenos de tensión y noches cargadas de peligro, Isabella y Alex se ven envueltos en una red de intrigas que amenaza con destruirlos. Cada paso hacia la verdad acerca a Isabella a un enemigo que no solo busca silenciarla, sino que también podría romper su alma.
En un mundo donde la pasión y el peligro son inseparables, Isabella deberá decidir si confiar en Alex será su salvación... o su perdición. Porque algunas verdades son tan oscuras que deberían quedar enterradas.
Capítulo 1
Capítulo 1
El encuentro.
POV Isabella Thompson.
El aire helado golpea mi rostro y hace estremecer cada parte de mi cuerpo, abro y cierro las manos para tratar de calmarme de alguna forma, pero no lo consigo y si soy honesta conmigo misma, no estoy segura de si el escalofrío que recorre mi espalda es por el frío o por los nervios que me están carcomiendo por dentro.
«Respira, Isabella. Tu puedes manejar esto. Es lo que querías, no puedes echarlo a perder» Me recuerdo mentalmente, pero no sirve de nada.
Estoy aquí, de pie, enfrentándome a la imponente mansión Blackwell, y siento como si mi cuerpo estuviera atrapado en un tira y afloja entre dos fuerzas opuestas, ambas igualmente poderosas. Una parte de mí, quizás la más sensata, me implora que me dé la vuelta, que escape de este lugar antes de que sea demasiado tarde. Las sombras que se deslizan entre las ventanas parecen vivas, como si me observaran, como si me estuvieran esperando. Todo en mi interior me dice que huir sería lo más lógico, lo más seguro.
Pero la otra parte de mí, esa parte terca que nunca sabe cuándo rendirse, me tiene clavada al suelo como si mis pies estuvieran hechos de cemento. Es esa voz desafiante en mi cabeza, la que me empuja a quedarme, a enfrentar lo que sea que me espera aquí. Porque necesito respuestas. Necesito descubrir la verdad. Y aunque sé que el precio de hacerlo podría ser alto, también sé que no podré vivir en paz si me voy ahora.
Mis ojos recorren la mansión, intentando procesar su inmensidad y mis sentidos no dan crédito a lo que ven. Las luces doradas que emanan de las ventanas destacan contra el cielo gris y las paredes de piedra, robustas y antiguas, parecen guardar secretos que podrían destrozarme si los descubro. Ya había estado aquí antes, hace años, durante una de esas opulentas fiestas de beneficencia que los Blackwell organizaban para presumir su poder y riqueza, como lo hacen la mayoría de los ricos. Fingen dar algo a los pobres, cuando lo único que quieren es mostrar cuan forrados de dinero están.
Aquel día me sentí fuera de lugar desde el primer momento en que crucé la entrada. Todo era tan grandioso, tan opulento, que no pude evitar sentirme insignificante. Caminaba entre aquellos invitados, vistiendo el mejor vestido que pude conseguir, pero incluso entonces me sentía como una intrusa, como si en cualquier momento alguien fuera a señalarme y gritar que no pertenecía a ese mundo. Era imposible ignorar las miradas. Algunas eran fugaces, casi indiferentes, pero otras… otras eran como cuchillos que se clavaban en mi piel, recordándome constantemente que yo no era más que una extraña.
¿Y cómo olvidar la sensación de ser observada, de sentir el peso de esos ojos fríos y calculadores que me escudriñaban desde la distancia?
Alexander Blackwell.
Incluso entre toda esa multitud de rostros perfectamente maquillados y sonrisas falsas, él destacaba. Era imposible no notarlo, como un depredador acechando en medio de una manada de presas que no tienen idea de lo que se avecina. Su presencia llenaba cada rincón de la habitación. Solían decir que tenía un carisma magnético, que era el tipo de hombre al que todos deseaban complacer, pero yo no vi eso. No. Lo que yo vi fue arrogancia pura, una especie de egocentrismo que parecía envolverlo como un traje a medida.
Lo recuerdo perfectamente. Su altura imponente, la forma en que su figura parecía esculpida para intimidar, cada movimiento suyo calculado, como si el mundo entero fuera un tablero de ajedrez y él estuviera siempre cinco pasos por delante. Vestía un elegante traje negro que se ajustaba a él como si fuera parte de su piel, impecable, sin una sola arruga fuera de lugar. Pero no era su físico lo que atrapaba realmente la atención, aunque fuera imposible ignorarlo. Era su rostro.
Una mandíbula marcada, firme, como si cada línea estuviera diseñada para imponer respeto. Sus labios, siempre curvados en una expresión que oscilaba entre la seriedad y el desdén. Y esa sombra de barba que, lejos de suavizarlo, le daba un aire de peligro que hacía difícil apartar la mirada.
Pero los ojos… Dios, sus ojos.
Eran de un gris acerado, fríos y despiadados, como el filo de una espada. Tenían esa cualidad inquietante de atravesarte, de desnudarte por completo, exponiendo cada pensamiento, incluso los que intentabas esconder de ti misma. No eran los ojos de un hombre que perdona fácilmente. Eran los ojos de alguien que guarda secretos, tantos que te preguntas si podría existir alguna vez un alma lo suficientemente valiente o lo suficientemente necia como para intentar descubrirlos todos.
Y aquí estoy de nuevo, frente a su puerta, tratando de ser la idiota que logre de alguna forma hacerlo, descubrir lo que ocultan esos ojos. Mi corazón late con fuerza mientras avanzo hacia el portón principal, mis pies hacen más ruido del necesario cuando los tacones se hunden en la grava. No soy la misma chica que vino aquí aquella vez, pero tampoco puedo negar que sigo sintiendo esa mezcla de miedo y fascinación. Esta vez no vengo a bailar ni a intentar encajar en ningún tipo de rol. Esta vez vengo por respuestas y espero conseguir cada una de ellas sin ponerme en riesgo.
Paso las rejas que se abren para mí, de forma automática y supongo que en algún lugar hay una cámara de seguridad, miro a todos lados con nerviosismo hasta que la ubico, está apuntando en mi dirección y se mueve con cada paso que doy, siguiéndome y yo no puedo sentir más que nervios por estar siendo vigilada.
Cuando al fin llego a la puerta, inhalo profundamente y la golpeo con fuerza, permitiendo que el sonido resuene en la quietud. No hay vuelta atrás. Esto apenas comienza. Ya estoy aquí y no puedo retroceder. Eso me haría una maldita cobarde.
El mayordomo, un hombre mayor de rostro inexpresivo, abre la puerta y me indica que lo siga, sin siquiera preguntarme quien soy, porque se supone que me están esperando. Mis tacones hacen eco en el suelo de mármol mientras avanzo por el vestíbulo. El interior de la mansión ha cambiado, ya no tiene el esplendor cálido que recordaba. Todo parece más frío, al igual que su fachada, casi desprovisto de vida. Las paredes están desnudas, los muebles austeros, y el aire tiene un peso que oprime el pecho. Esta casa refleja a su dueño, imponente, hermosa y llena de sombras.
—Por aquí, señorita— menciona el mayordomo, deteniéndose frente a una puerta doble de madera oscura y haciendo un ademán con su mano para pedirme que siga—. Buena suerte —me desea.
«¿Tan malo ha de ser como para que deba necesitar suerte?».
Asiento a modo de respuesta y trato de darle una sonrisa que no llega a formarse, porque se queda en una mueca horrorosa gracias a los nervios. Tomo aire, llenando mis pulmones y luego soltándolo con calma, antes de empujar las puertas. El despacho es un reflejo del hombre que me espera dentro; sobrio, ordenado y perfectamente calculado, mis ojos lo recorren por un segundo, deteniéndose en el fino arte que lo adornan, hasta que me doy cuenta de que estoy siendo observada fijamente.
Alexander Blackwell está sentado tras un escritorio de caoba, con la espalda recta y los dedos entrelazados sobre la superficie. Con una expresión en su rostro que destila poder. Su mirada gris, fija en mí, es tan intensa que siento un leve temblor en las piernas y trago grueso, mientras proceso toda la imagen.
Me ha tomado desprevenida, no esperaba que estuviera mirándome así y mucho menos esperándome. El hombre está tal cual como lo recuerdo, como si el tiempo no hubiera pasado por él. Enarca una ceja cuando nota que lo estoy mirando demasiado, en un claro llamado de atención.
—Ha llegado tarde— menciona con voz firme mientras mira el reloj que hay en su muñeca.
Su tono no es de reproche, sino una declaración que deja claro quién tiene el control en esta habitación, quien es el jefe y el que tiene el poder absoluto. No puedo evitar sentirme pequeña bajo el peso de su mirada, pero no pienso dejar que lo note, porque yo no soy como las otras personas que trabajan para él.
Me enderezo y fijo mis ojos en los suyos, retándolo con la mirada.
Sí él quiere competencia de miradas, es lo que voy a darle.
—Problemas con el tráfico—. Miento, pero intento que mi voz suene segura.
Sus labios se curvan apenas en lo que podría ser una sonrisa o un gesto de desdén. Es difícil decirlo. Alexander Blackwell es un hombre que no regala nada, ni siquiera sus expresiones. Cada una de sus reacciones están comedidas, así que no sé como interpretarlo.
—¿Primer día de trabajo y ya comienza a excusarse? —niega con la cabeza mientras vuelve su mirada a unos documentos y siento como un peso se me quita de los hombros cuando él deja de mirarme—. Sería una lástima que se quedara sin empleo, después que movió cielo y tierra para conseguirlo.
Frunzo el ceño, esta es una información que se supone que él no debería de saber. Trato de mantener sereno mi rostro, porque me fijo como me ve de reojo.
—No volverá a suceder —prometo.
—A su derecha, encontrará una maleta. Allí está su uniforme, Leonardo la llevará a su habitación.
«¿Habitación?».
—¿Disculpe? —pregunto confundida—. Apliqué para un puesto de asistente, pero nadie me dijo que debía quedarme en la propiedad.
El señor Blackwell ríe por lo bajo, como si mis palabras le parecieran un chiste.
—Si no quiere el trabajo, la puerta estará abierta. Pero esas son mis reglas, quiero una asistente disponible las veinticuatro horas al día, seis días a la semana, porque lamentablemente debo darle un día libre. Su salario compensará su arduo trabajo, ¿se quedará o no?
Muevo los dedos en señal de nerviosismo y sus ojos se detienen en mis manos, cuando me doy cuenta, las uno detrás de mi espalda.
Quedarme aquí, no era algo que esperaba en lo absoluto, pero es algo que puedo aprovechar si me lo propongo.
Sé que es una maldita locura, incluso un riesgo, pero quizás así, pueda descubrir mucho más rápido lo que necesito.
Tomo la maleta entre mis manos y lo miro.
—Muchas gracias por la oportunidad, señor Blackwell.
Él no muestra ningún gesto ante mis palabras, sino que baja su mirada hacia los documentos.
—Tiene treinta minutos para estar aquí, señorita… —deja la frase al aire, a propósito.
—Isabella —le recuerdo lo que de seguro él ya debe saber—. Isabella Thompson.
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