


Capítulo 1.
Helena conducía hacia su casa después de un día agotador en el trabajo, ansiosa por un respiro.
Sin embargo, al pasar por el parque cercano a su edificio, algo la hizo frenar en seco.
Allí, vio a su hermana menor entregada a un beso apasionado con un hombre que parecía mucho mayor. Se acercó, confirmando lo que ya temía: su hermana estaba con Billy Baker, el hermano menor de su exesposo, un hombre casado y con la fama de ser un mujeriego.
Helena lo conocía bien; durante su matrimonio con Maximilien, él tuvo que intervenir en varias ocasiones para sacar a Billy de problemas. La rabia la invadió, así que paró el coche y bajó rápidamente para enfrentarlos. Tenía que proteger a Ana de ese hombre que solo le traería sufrimiento.
Le indignaba la falta de vergüenza de su hermana, que sabía perfectamente que Billy estaba casado, pero lo que más le molestaba era la actitud de su excuñado, quien no solo ignoraba la edad de Ana, sino también el lazo que alguna vez unió a sus familias.
—¿Pero qué demonios significa esto? ¿Acaso han perdido la cabeza? —espetó Helena, con la mirada encendida de furia.
—¿Qué pasa, cariño? ¿Será que estás celosa? —respondió Billy, con una sonrisa cargada de cinismo.
—No digas estupideces, Billy. Sabes perfectamente que Ana es menor de edad. Te aprovechaste de su inexperiencia para manipularla. Y tú, ¿no te da vergüenza? Sabías que este hombre es casado y no te importó. ¿Qué clase de personas son ustedes?
—Deja de entrometerte en la vida ajena —replicó Ana, cruzándose de brazos—. Estoy con Billy porque lo amo, y muy pronto se divorciará de esa bruja de su esposa. Nos casaremos y nada podrá evitarlo.
—¿En serio? No te hagas ilusiones. Eso jamás va a pasar. Valeria lo tiene bien amarrado, y si él intenta dejarla, sus infidelidades saldrían a la luz, arrastrando el apellido Baker por el barro. Y créeme, eso es lo último que le conviene.
Ana soltó una risa sarcástica.
—Hablas así porque te carcome la rabia. Yo sí tengo a un Baker a mi lado, y tú ya no. Maximilien jamás volverá contigo. Ahora está comprometido con una mujer de la alta sociedad, alguien que sí está a su nivel. Tú ya no significas nada para él.
Al escuchar aquellas palabras, Helena sintió cómo la rabia le subía por la garganta hasta estallar. Sin pensarlo dos veces, abofeteó a Ana con furia. Le había dado justo donde más le dolía. Sabía que Maximilien estaba a punto de casarse nuevamente, pero escuchar a alguien recordárselo era como arrancar la costra de una herida que nunca terminaba de sanar. Ya habían pasado dos años desde el divorcio, y aun así, su recuerdo seguía atormentándola.
—No estamos hablando de mí. Eso ya es parte del pasado —dijo Helena, con la voz temblando de ira contenida—. Pero escúchame bien, Billy. Mantente lejos de mi hermana. Me conoces y sabes que siempre cumplo mis advertencias. Si no voy ahora mismo a denunciarte, no es por ti, sino por tu familia. Así que piénsalo bien. Estás advertido. Y tú, Ana, súbete al auto de inmediato.
—No voy a ninguna parte contigo. Odio que siempre intentes controlarme. No tienes idea de cuánto te detesto —espetó Ana, forcejeando para liberarse del agarre firme de su hermana.
Billy, sin inmutarse, se dio la vuelta y se marchó, como si nada de lo sucedido tuviera importancia. Ana gritó su nombre, rogándole que no la dejara sola, pero él ni siquiera se dignó a mirar atrás.
—¿Te das cuenta ahora de lo mucho que le importas? —dijo Helena, con una mezcla de lástima y frustración—. Abre los ojos, Ana. Ese desgraciado solo te quiere para pasar el rato.
Después de escuchar las palabras de Helena, Ana finalmente cedió y subió al auto. Durante todo el trayecto no hizo más que llorar en silencio, con la mirada fija en la ventana, como si el paisaje borroso pudiera consolarla.
Al llegar a casa de su madre, Helena vio a la mujer de pie en la entrada, pero fue el llanto desconsolado de Ana lo que acaparó su atención. Sin pensarlo dos veces, la abrazó con fuerza y la llevó directo al dormitorio, intentando, sin éxito, calmar su angustia.
Una vez sola en el salón, Helena recorrió con la mirada cada rincón de la casa. Los lujos y los adornos ostentosos parecían fuera de lugar, un recordatorio doloroso de la falta de sensatez. Pensó que, tras la muerte de su padre, manejarían con más prudencia el poco dinero que él, con tanto esfuerzo, les había dejado.
Pero la realidad era otra. Tanto su madre como Ana estaban dilapidando el capital como si fuera inagotable. Desde su divorcio, Helena apenas las visitaba, pero cada mes enviaba puntualmente una pequeña suma de dinero, creyendo que, al menos, eso las mantendría a flote.
—¿Qué haces aquí? —la voz de su madre irrumpió en la sala, cargada de enojo.
Helena cerró los ojos por un instante y respiró hondo. Estaba cansada de callar, de fingir que todo estaba bien. Por primera vez en su vida, decidió encarar a su madre sin reservas.
—Siempre supiste lo que estaba pasando y no me dijiste nada, mamá. ¿Cómo pudiste permitir que algo así sucediera? —le espetó, con la mirada clavada en la de ella, sin rastro de temor.
—No sé para qué viniste —espetó su madre con el rostro desencajado—. Lo único que haces siempre es arruinarlo todo con tus estúpidos principios. Esta era nuestra única oportunidad de recuperar la vida a la que estamos acostumbradas. El pusilánime de tu padre nos dejó en la miseria, y tú… tú ni siquiera fuiste capaz de retener a Maximilien. Y ahora que Anita había logrado atrapar a Billy, vienes y lo echas todo a perder. Entiéndelo de una vez, Helena: no te necesitamos aquí. Lo único útil que podrías hacer sería reconquistar a tu exmarido, hijita.
Las palabras de su madre eran como puñales, afilados por el resentimiento y la codicia. Helena la observó por un largo instante, con una mezcla de dolor y determinación reflejada en su mirada.
—Es increíble hasta dónde eres capaz de llegar por conseguir lo que quieres —dijo, con la voz firme pero cargada de tristeza—. Pero a Ana no le vas a arruinar la vida como lo hiciste conmigo. Te lo aseguro.
Sin esperar respuesta, Helena dio media vuelta y salió de aquella casa que, lejos de ser un refugio, siempre había sido un campo de batalla emocional. El peso en su pecho era insoportable, pero no tanto como la certeza de que, para su madre y su hermana, ella nunca había sido más que un obstáculo.
Mientras caminaba por la acera desierta, no pudo evitar que las lágrimas nublaran su visión. Sabía que estaba sola. Lo había estado desde que su padre murió y todo en su vida se desmoronó. Hasta que apareció Maximilien. Él fue su única luz en medio de la tormenta, el hombre del que se enamoró sin remedio y con quien, por un breve tiempo, construyó un hogar.
A pesar de sus constantes ausencias, cuando estaban juntos, el mundo parecía detenerse. Los momentos compartidos compensaban las distancias y las horas de soledad. Pero ahora, ese amor también era solo un recuerdo doloroso, una promesa rota que se negaba a desaparecer.
Cuando el divorcio se volvió inevitable por aquel malentendido devastador, Helena sintió que su mundo se desmoronaba. Le tomó mucho tiempo reconstruirse, recoger los pedazos de su corazón y encontrar algo parecido a la paz. Pero ahora, la sola idea de buscar a Maximilien la paralizaba. Temía que esos sentimientos, enterrados a la fuerza, despertaran con más ímpetu del que podría soportar. Porque, aunque lo negara, el amor por él seguía latiendo, silencioso pero persistente.
Sin embargo, no podía permitirse flaquear. El asunto con su hermana era demasiado grave para ignorarlo. Helena conocía bien a Billy y sabía que no se detendría. Seguiría manipulando a Ana, explotando su ingenuidad y su fragilidad emocional hasta dejarla completamente rota.
Desde que su padre murió, Ana había lidiado con crisis recurrentes, arrastrando problemas emocionales que nunca logró superar del todo. Billy estaba al tanto de cada una de sus debilidades y, aun así, no tuvo reparos en aprovecharse de ellas, sin importar el daño que pudiera causar.
Con el alma hecha un nudo, Helena comprendió que no tenía opción. Reunió cada gramo de fortaleza que le quedaba y tomó la decisión que, lo sabía, cambiaría el rumbo de su vida: debía llamar a Maximilien. No por las hirientes palabras de su madre, sino por el bien de su hermana.
Cuando finalmente llegó a su apartamento, se dejó caer en el sofá como si el peso del día la hubiera aplastado por completo. Lloró en silencio, hasta que no quedaron lágrimas, hasta que la frustración se disipó lo suficiente como para pensar con claridad.
Respiró hondo, se aclaró la garganta y, con la mano temblando apenas, marcó el número de la empresa de Maximilien. El timbre del teléfono resonó en el silencio de la sala, cada tono más largo y pesado que el anterior. Helena cerró los ojos y se preparó para enfrentar no solo el problema de su hermana, sino también los fantasmas que creía haber dejado atrás.
—Buenos días, ¿podría comunicarme con el señor Maximilien Baker, por favor? —pidió Helena, intentando que su voz no revelara el torbellino de emociones que la consumía.
—¿De parte de quién? —respondió la secretaria con amabilidad profesional.
—Dígale que la señorita Helena Andrews necesita hablar con él —contestó, aferrando el celular como si aquel objeto pudiera sostenerla en pie.
Su corazón latía con tanta fuerza que parecía resonar en sus oídos. Las manos le temblaban, traicionando el esfuerzo por mantenerse serena. Pero nada la preparó para lo que vino después: la voz de Maximilien. Esa tonalidad grave y seductora, intacta a pesar del tiempo, que siempre había tenido el poder de desarmarla.
El pasado se precipitó sobre ella con una intensidad abrumadora, como si los años de distancia se desvanecieran en un suspiro.
—Hola, Helena —saludó él, con la naturalidad de quien jamás dejó de conocerla—. Me dijeron que querías hablar conmigo. Pues bien, aquí estoy. Te escucho.
—Hola, Maximilien —respondió finalmente Helena, esforzándose por mantener la compostura—. Necesitamos hablar sobre algo importante.
—No veo qué asunto podrías tener conmigo —replicó él con frialdad—. Ni siquiera te dignaste a verme cuando firmamos el divorcio. No entiendo qué podría ser tan urgente ahora.
—No se trata de nosotros —aclaró ella, respirando hondo—. Es sobre Ana y Billy.
Hubo un breve silencio antes de que él preguntara, con evidente desconcierto:
—¿Ana y Billy? ¿Qué tienen que ver ellos en esto?
—Están saliendo, Maximilien. Y tenemos que hacer algo para detener esa locura.
El tono de Maximilien cambió de inmediato, de indiferente a serio.
—Entiendo. Esto no es algo que podamos discutir por teléfono. Nos vemos en el café de siempre, ¿sabes cuál te digo?
No esperó respuesta. Simplemente colgó, dejando a Helena paralizada, con el celular aún en la mano y un nudo de incertidumbre apretándole el pecho.