CAPÍTULO 2 LA TRAICIÓN COMO UN DURO GOLPE.

Alondra Travis

Sofocada por el dolor, corrí por los pasillos de la empresa, incapaz de emitir palabra alguna. La agonía que me consumía era indescriptible, como si algo me desgarrara por dentro. No podía creer lo que mi querido esposo me había hecho.

George, el hombre que había sido mi todo, mi razón de vivir me había traicionado. Una traición tan devastadora, y sobre todo tan rastrera, que estaba sofocándome de dolor.  Sin embargo, no permitiría que mi matrimonio terminara de esta forma.

Yo debía resolverlo todo, debía hacer que él se quedara conmigo y dejara a mi prima, pues mi hijo necesitaba un hogar, unos padres amorosos, y una familia unida y completa.

Al llegar a casa, caí sobre nuestra cama, hundiendo el rostro en la almohada que aún conservaba el aroma de mi esposo. Ese olor familiar me rodeó, y las lágrimas comenzaron a brotar sin control. Lloré desconsoladamente, perdiendo la noción del tiempo, hasta que el cansancio me arrastró a un sueño sombrío y doloroso.

Horas más tarde, ya entrada la noche, desperté con los ojos hinchados y la cabeza como un pesado lastre, como si el llanto hubiera dejado una resaca imposible de borrar. Me levanté lentamente, tambaleante, con la débil esperanza de que George ya hubiera llegado. Y, efectivamente, estaba en casa… pero no estaba solo.

Lo que escuchaba me resultaba completamente increíble. ¡doloroso!

—¿Qué vas a hacer ahora, George? —preguntó ella, con una voz tensa y nerviosa.

—Ya te lo dije —respondió mi esposo, con un tono también nervioso—, tengo que saldar esa maldita deuda o ese cabrón me va a matar. La mano no va a temblarle para darme un disparo.

Las palabras de George me paralizaron, dejándome completamente inmóvil. ¿De que estaba hablando? Y ¿Qué hacía mi prima en mi casa?

—¿Cómo vas a pagarla? Si tienes la empresa al borde de la quiebra, todo el dinero se ha ido.  Se esfumó, ¡Eres un completo idiota, George! —Samara cruzó los brazos y negó con la cabeza, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

Mi mente giraba a toda velocidad, sentía una extraña desconexión con mi propio marido. ¿Qué más me estaba ocultando George? El comentario de Samara me dejó con un nudo en la garganta. ¿Estaba hablando de mi empresa?

—¡Cállate! —gruñó George, furioso—. Apúrate y busca la maldita caja fuerte de Alondra. Ahí están las escrituras de esta casa y todo lo que tenemos. Si no le pago a ese imbécil de Nicola antes de medianoche, me va a matar.

—Eres un completo idiota —respondió Samara, con un tono cargado de desprecio—. ¿Cómo se te ocurre hacer un trato con un mafioso?

Me cogí la cabeza desesperada  y aprete los labios con fuerza, sintiendo que el aire se me escapaba. Cada palabra de mi esposo era como una daga atravesando mi pecho. No solo me había traicionado, ¡me estaba robando! Y ahora me enteraba que tenía deudas con un mafioso. El peso de la verdad me aplastaba, sin piedad. En mi desesperación por escapar de esa pesadilla, tropecé con  un diván decorativo. El cuadro que había sobre este se desplomó al suelo, rompiéndose en pedazos, el estruendo llenó la sala, delatando mi presencia.

George y Samara se giraron bruscamente hacia mí.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras la realidad me golpeaba. No había marcha atrás. Respiré hondo, intentando mantener el control, y comencé a bajar las escaleras lentamente, aunque solo conseguí unos pocos escalones.

—¡Malditos desgraciados! —grité, mi voz sonaba quebrada por la furia y el dolor—. ¿Cómo se atreven? ¿Realmente pensaron que nunca lo sabría?

George me miró con sorpresa, su expresión de falsa inocencia encajaba perfectamente con la imagen que siempre había proyectado. Se acercó hacia mí con una calma perturbadora, como si todo fuera solo un malentendido. Como si todo fuera una simple farsa.

—Mi amor, llegaste temprano. Samara vino a visitarte. ¿Cómo te fue con el doctor? —mi prima movió su mano hacia un lado, simulando saludarme, y sonrió, ¡perra!

Mientras que George era un verdadero actor, un falso y traidor.

—¿A ti qué te importa? —le respondí, con la voz temblorosa—. ¿Cuánto tiempo llevas engañándome con Samara? Dímelo, ¿cuándo pensabas decirme que ya no me amabas?

George rodó los ojos, y levantó sus manos. Fingiendo demencia.

—¿Engañarte? Estás equivocada, mi amor. ¿Acaso estás enferma? —sus palabras eran como cuchillas afiladas, cada una de ellas diseñada para cortarme, para dejarme completamente indefensa ante su crueldad.

Observé a Samara, y no pude evitar notar cómo una sonrisa burlona luchaba por escapar de sus labios. Cubrió su boca con una mano, soltando un suspiro satisfecho mientras disfrutaba claramente de mi sufrimiento.

—Sí, aunque te duela aceptarlo, querida prima —dijo con veneno en la voz—. Llevo dos años saliendo con tu esposo. Tú nunca logras hacerlo sentir como un hombre de verdad.

Sus palabras, aunque ya las temía, me atravesaron el pecho, dejándome sin aire. Bajé lentamente un par de escalones más, mientras ella subía con paso decidido, reduciendo rápidamente la distancia entre nosotras. La encaré, desafiante, y moví la cabeza con incredulidad.

—A ti, que te entregué todo, que estuve a tu lado cuando más me necesitabas... ¿así me pagas, Samara? ¿Con esta traición? No lo puedo creer. ¿Qué dirá tu madre cuando lo sepa?

—Que  siempre he sido mejor que tú, ¡Estúpida! —respondió con desdén, y en un arranque de rabia, me tomó del cabello, tirando con fuerza sin piedad alguna.

El dolor en mi cuero cabelludo era intenso, pero no me detuve. Con la misma furia, respondí agarrándola también del cabello, y ambas comenzamos a luchar en las escaleras. George, desde unos peldaños más abajo, nos observaba sin inmutarse, moviendo apenas la cabeza, como si disfrutara de la escena, como si estuviera haciendo una apuesta interna sobre quién saldría ganando.

—¡Suéltame, imbécil! —grité mientras le tiraba con fuerza de su cabello, pero Samara seguía aferrada a mí, con la misma furia. Nos atacábamos como animales salvajes, golpeándonos y arañándonos sin piedad, en una pelea grotesca alimentada por el dolor, la traición y un odio implacable.

—¡George, ayúdame! —suplicó Samara, justo cuando logré morderle la mano con toda mi fuerza y logre zafarme de ella.  En su patética indiferencia, George decidió intervenir. Me sujetó bruscamente del brazo, girándolo con tanta fuerza que mi pie se dobló al esfuerzo, provocando un grito de dolor que se me escapó.

Lo que más me dolía no era la violencia física, sino esa mirada suya: vacía, carente de toda emoción, como si nada de lo que estaba ocurriendo tuviera importancia para él.

—¿De verdad estás de parte de tu amante? Entonces vete con ella. Esta es mi casa; ¡lárguense los dos! —grité con rabia, señalando la puerta mientras Samara, tranquilamente, se arreglaba el cabello, y él, por su parte, solo me observaba, estupefacto.

—¿Tu casa? Estás completamente fuera de control, querida. Esta no es tu casa; aquí no eres nada. —espetó George con frialdad, para acabar de rematar mis males.

Sus palabras me golpearon como una avalancha. El suelo bajo mis pies parecía desmoronarse y no podía entender lo que estaba diciendo. Pero él continuó, sin el menor remordimiento.

—Sí, tu casa está embargada, al igual que tu empresa y todo lo que teníamos.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? —grité, sintiendo una oleada de pánico. Comencé a golpearlo con desesperación, le di fuertes puños en su pecho, buscando que sintiera la misma agonía que me estaba causando, pero lo único que conseguí fue lastimarme las manos. Él no se movió ni un centímetro, su rostro permaneció impasible. Indiferente, cortante.

Las lágrimas caían sin control, ahogando mi alma en una tristeza profunda. Esperaba un hijo con tanto amor dentro de este matrimonio, pero ahora, al perderlo todo, me sentía perdida, sin saber qué hacer con la vida que crecía en mi interior. Me desplomé en el escalón, incapaz de mantenerme de pie, y coloqué mis manos sobre mi vientre, buscando consuelo, rogando al cielo porque todo lo que estaba pasando fuera una mentira, una pesadilla, y que en poco tiempo abriría mis ojos para seguir con mi vida normal… pero mire hacia al frente, y aunque parpadee rápidamente, evitando la luz, todo seguía igual.

—¿Por qué ahora?  justo cuando estoy embarazada — le pregunté a George, mirándolo a los ojos, mostrándole mi sufrimiento, mi angustia. Y él parecía disfrutarla.

—¿Qué? —respondió, con una sorpresa evidente, como si la idea de que pudiera estar esperando un hijo nunca hubiera cruzado su mente, como si mi embarazo fuera solo otro peso en medio de su traición.

Con manos sudorosas, saqué la ecografía de mi bolsillo y la lancé al suelo, frente a él. George la levantó rápidamente, y al ver la imagen, su rostro se transformó en furia al darse cuenta de que llevaba un bebé dentro de mí. Un hijo que él mismo me pidió tener.

—¿Entonces la fecundación in vitro funcionó? —preguntó, claramente molesto y frustrado.

—¡Sí! —respondí entre lágrimas, sabiendo que en el fondo él no deseaba ese hijo. —Vas a ser papá —dije, con el corazón roto.

—No, estúpida. Ese niño no es mío, es de un donante. Yo nunca seré el padre de ese maldito bastardo.

Su crueldad era incansable, me estaba haciendo sentir la mujer más miserable del mundo, la más desdichada, y quise morir en ese instante.

—Pero fuiste tú quien sugirió la fecundación in vitro, no yo. ¿Qué voy a hacer ahora? —le reclamé, sintiéndome completamente perdida. Mi prima, sorprendida por lo que acababa de escuchar, subió los escalones y se acercó.

—¿Qué vas a hacer? —respondió con tono burlón—. ¡Nada! No vas a hacer nada, ¡perra! Porque yo me voy a encargar de que ese maldito mocoso no nazca.

Sus palabras fueron crudas y frías.

En ese preciso instante, sentí cómo sus manos me empujaron con fuerza, y perdí el equilibrio, cayendo por las escaleras. Mis pies se enredaron con los escalones, y comencé a rodar hacia abajo, golpeando mi cabeza repetidamente con cada peldaño. El dolor me desbordó, insoportable, mientras todo a mi alrededor se desvanecía. Mi prima no solamente quería acabar con mi bebé, sino que también conmigo.

¿Era este el final de mi historia? No podía saberlo con certeza, pero el sufrimiento físico y emocional me estaba desgarrando por dentro. Lloraba en silencio, me ahogaba con mi propia saliva, pero debía mantenerme en silencio.  Aunque ellos no parecían notarlo, mis oídos captaban cada una de sus palabras llenas de crueldad.

—¿La mataste? —preguntó George, con una calma inquietante. —La matamos, dirías —respondió Samara, con un tono tan helado y despectivo que me hizo temblar. —¿Dónde están las cámaras de seguridad de la mansión? —preguntó con total indiferencia.

Mi cuerpo, sumido en el dolor, parecía no ser más que una carga, pero mis sentidos seguían alertas, escuchando todo.

—En el diván. Hay que movernos rápido, si no, Nicola nos va a destruir —respondió George, su voz sonaba  quebrada por el miedo, algo que heló mi sangre.

Un estremecimiento recorrió mi cuerpo al darme cuenta de que no solo estaba tirada en el suelo, inmóvil, sino también completamente a merced de un desconocido, un mafioso. Una lágrima se deslizó por mi mejilla mientras la cruel realidad me aplastaba: aunque en ese instante sentía que todo terminaba, algo dentro de mí, por mi bebé, me instaba a luchar. Pero el dolor era tan insoportable que, al final, la oscuridad me envolvió, dejándome en un abismo de inconsciencia.

Mis ojos se cerraron y no volví a saber de mí, tampoco del par de traicioneros,

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