


Divorcio
Ángel
La luz de la mañana inundaba la oficina, pintando los muebles de caoba con tonos dorados. Me quedé inmóvil frente al escritorio de Dimitri, con los dedos temblorosos descansando sobre los papeles del divorcio. Cada línea impresa se sentía como una sentencia de muerte para lo que una vez fue nuestro amor.
—Dimitri... —mi voz salió en un susurro, cargada de una mezcla de súplica y desesperación. Sus ojos, usualmente tan cálidos, ahora parecían helados, como si una pared de hielo los hubiera cubierto.
—Fírmalos, Ángel —su voz era firme, autoritaria, como si no hubiera lugar para la discusión. Como si toda nuestra historia, nuestra vida juntos, pudiera resumirse en una simple orden.
¿Por qué? La pregunta resonaba en mi mente, pero no me atrevía a decirla en voz alta. ¿Miedo? Tal vez. O quizás era la frágil esperanza de que si no hablaba, todo esto sería solo una pesadilla pasajera.
—¿Qué hice mal? —las palabras apenas escaparon de mis labios antes de que pudiera contenerlas. Un torrente de emociones me inundó, haciendo que mi corazón doliera dolorosamente en mi pecho.
Sus ojos, implacables, se encontraron con los míos, pero no había compasión en ellos. Solo una frialdad implacable, como si mi sufrimiento fuera irrelevante ante su voluntad.
Ya no importa. La respuesta me golpeó como un puñetazo, dejándome sin aliento. Ya no importaba. Todo lo que fuimos, todo lo que construimos juntos, se disipó como humo en el viento.
Con manos temblorosas, alcancé la pluma, cada movimiento era un esfuerzo hercúleo. Cada trazo que hacía era como una sentencia de muerte para nuestra historia, una despedida silenciosa de lo que una vez fue nuestro futuro.
Cuando la última firma fue puesta, un pesado silencio descendió sobre nosotros, llenando el espacio entre nosotros con una sensación de desolación y desesperanza. Me sentí vacía, como si una parte de mí hubiera sido arrancada, dejando solo un agujero negro en su lugar.
Mi mente parecía girar en un torbellino de pensamientos caóticos mientras miraba el vacío frente a mí. Cada respiración se sentía como un peso sobre mis hombros, cada latido del corazón resonaba como un grito desesperado dentro de mí.
Y entonces, justo cuando todo parecía haber llegado a su fin, una sola pregunta surgió en mi mente atormentada: «¿Y ahora? ¿Qué hago ahora?»
Pero antes de que pudiera siquiera intentar encontrar una respuesta a esta agonizante pregunta, una voz familiar interrumpió el silencio sepulcral que se había asentado a nuestro alrededor.
—Ángel... ¿Cuánto quieres para firmar este maldito papel?
Me giré lentamente para enfrentar a Dimitri, mis ojos encontrándose con los suyos en busca de algún signo de comprensión, de misericordia, pero todo lo que encontré fue una frialdad inquebrantable, como si él mismo se hubiera convertido en una extensión de la cruel determinación que me obligaba a firmar esos papeles.
—¿Qué quieres decir, Dimitri? ¿Estás insinuando que yo... —mi voz sonaba más firme de lo que esperaba, incluso cuando me sentía destrozada, indefensa ante el abismo que se abría ante mí.
Dimitri vaciló por un momento, sus ojos apartándose de los míos antes de regresar con una intensidad casi intimidante. —Solo dime tu precio, ¿un millón? ¿Dos? ¿Tres? Sabes que tengo tanto como necesites —su voz era un murmullo bajo, pero cada palabra era como un golpe que me atravesaba.
Tragué saliva con fuerza, luchando por contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. —Mi precio... Nunca me importó el dinero, lo sabes muy bien. Hemos estado juntos durante dos años —repetí, como si las palabras fueran un mantra que necesitaba para convencerme de su verdad.
Pero, ¿cómo? ¿Cómo podría simplemente seguir adelante, cuando todo lo que conocía, todo lo que amaba, había sido arrancado de mí tan brutalmente?
Sin embargo, incluso cuando la desesperación amenazaba con consumirme, una débil llama de determinación ardía dentro de mí. Yo era Ángel Krytos, hija del pakhan y alfa, y aunque mi mundo se hubiera derrumbado a mi alrededor, no permitiría que me destruyera por completo. Dimitri se levantó bruscamente de su silla, una expresión de irritación cruzando su semblante previamente impasible. Sus ojos brillaban con una intensidad glacial mientras fijaba su mirada en mí, como si yo fuera una mera molestia en su camino.
—Basta, Ángel. Se te transferirán 10 millones, creo que es más que suficiente para que te mantengas discreta y empieces tu vida de nuevo —su voz era un trueno, resonando en el pesado silencio de la oficina—. Los guardias de seguridad están aquí para llevar tus cosas. Vete de inmediato.
El golpe fue como un puñetazo en el estómago, robándome momentáneamente el aliento. La frialdad cortante en su voz dejaba claro que no había lugar para argumentos, para despedidas, para nada más allá de la fría y implacable orden que acababa de dar.
Un nudo se formó en mi garganta, una mezcla de ira y tristeza burbujeando dentro de mí. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo podía simplemente echarme, como si fuera un animal no deseado?
Pero incluso cuando la indignación hervía en mis venas, una pequeña voz dentro de mí me recordaba que no podía luchar contra la marea que me alejaba del único hogar que conocía.
Tragué saliva con fuerza, obligándome a mantener la compostura ante la mirada desdeñosa de Dimitri. Con un asentimiento resignado, me giré y comencé a recoger mis cosas, cada movimiento sintiéndose como un golpe a mi orgullo herido.
Los guardias de seguridad permanecieron en silencio, observándome con miradas impasibles mientras empacaba mis pocas pertenencias. Cada objeto, cada recuerdo, era un doloroso recordatorio de lo que estaba perdiendo.
Y luego, con una última mirada al hombre que una vez amé pero que ahora me expulsaba como a una extraña no deseada, me giré y dejé la oficina atrás.
Fuera de la mansión, el aire fresco de la mañana traía una sensación de libertad mezclada con el dolor de la pérdida. Con mis maletas a mi lado, miré hacia atrás a la gran casa que una vez llamé hogar. En mi teléfono, apareció una notificación mostrando la cantidad de millones que ya habían sido transferidos a mi cuenta. Mi mano fue instintivamente a mi vientre, una promesa silenciosa al pequeño ser que crecía dentro de mí.
—Ahora solo somos nosotros dos —murmuré, decidida a encontrar una nueva vida, una nueva esperanza, para mí y mi hijo.